Club Infantil en Ciudad Oculta


Clarín, 5 de agosto de 2007, suplemento Educación

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PROGRAMA DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

Escuelas que no cierran sus puertas

Hay seis centros infantiles en las zonas porteñas de mayor riesgo social. Allí, todos los sábados entre las 10 y las 14, chicos de tres a seis años disfrutan de actividades educativas y de recreación.

Rubén A. Arribas

Cuando Mariana Pierro llega a su lado, Rosario se levanta de la silla y le dice algo al oído. La profesora la abraza conmovida, le da un beso y pide silencio: Rosario quiere hablar. Todos, grandes y pequeños, miran hacia donde están las dos. Pasan unos segundos; parece que la jovencísima oradora ha sufrido un rapto de timidez. Por fin dice:

—Un aplauso para Silvia y para Olga.

Rosario tiene 5 años y está sentada al lado de su hermano Dylan, de 3. Mariana Pierro coordina el programa Centros Infantiles en la escuela Piedra Buena, en la villa Ciudad Oculta, y hoy estaba contrariada desde primera hora porque el menú se parecía demasiado a lo que comen los chicos en casa: “Nunca nos envían milanesas”, había protestado. Silvia y Olga son las cocineras, y en este momento enrojecen hasta las orejas con las bandejas de comida en la mano: es sábado a mediodía y unas 30 personitas mofletudas de 3 a 6 años las aplauden por su rica polenta con carne y tomate. A pesar de que hoy tampoco tendrán flan de postre sino manzana, los chicos están contentos.

La mayoría de ellos come a buen ritmo: se nota que disfrutaron de una mañana repleta de actividades. Diez minutos antes de que la escuela abriera, casi todos eran ya pura impaciencia y corrían por la avenida Piedra Buena, a la altura de Eva Perón. Según entraron, le dieron un beso y un abrazo a los profesores, desayunaron leche chocolatada con vainillas y salieron al patio, donde los esperaban una pelota, un arenero, varios toboganes y unos columpios. Hacia las once entraron en la parte cubierta de la escuela y los profesores les dieron sábanas para que se disfrazasen. Jean Franco (6) pidió que lo ayudaran a convertirse en un rey que llevaba túnica, Ana Paula (5) eligió ser una princesa india con sari y Gabriel (5) prefirió usar la sábana como la capa de Batman. El cambio de consigna resultaba claro: descargadas las tensiones en el patio, los 30 chicos y los 5 docentes comenzaban con las actividades más creativas.

Antes de que los ensabanados supermanes, princesas y batmans se hubieran cansado de su disfraz, la profesora Geraldine Cid ya había preparado el siguiente juego. Se trataba de una hilera de mesas por donde los chicos caminaban y después saltaban a una colchoneta; eso sí, antes de volar cada cual elegía si era un pájaro, un avión o qué cosa voladora. Casi en simultáneo otro docente, Leandro Villa, cubrió dos mesas con una sábana, explicó que se trataba de una casa e invitó a quienes lo desearan a habitarla. Y cuando los chicos empezaban a querer cambiar de juego, Geraldine ya estaba sentada en un rincón y entonaba “Si yo digo flaco, flaco, gordo, ustedes dicen...”, a lo que un coro de voces infantiles guiado por Martín Kogan, otro de los profesores, replicaba: “Gordo, gordo, flaco”. Entre tanto, coro va y coro viene, los otros tres docentes acondicionaban dos aulas, una al lado de la otra, para sendos talleres antes de comer.

En el aula de la izquierda, Leandro contaba un cuento del Ratón Feroz donde este en una escena se maquillaba para dar más miedo. En ese punto de la narración, Geraldine y él repartían pinturas y animaban a que cada cual imitase al protagonista y se pintase la cara frente al espejo. Si alguno necesitaba ayuda, ellos les daban una mano.

En el aula de la derecha, la docente Eliana Euclídes no daba abasto sirviendo témpera a quienes preferían pintar sobre una hoja en vez de sobre su cara. Pese a que la propuesta era deslizar con suavidad el pincel y no mezclar los colores, algunos encontraron más divertido juntarlos y pintar incluso con las manos... Y nadie los retó; al contrario, los profesores les daban más pintura, tomaban nota de qué dibujaban o los ayudaban a lavarse. Mientras tanto en un lateral, Mariana evaluaba mentalmente el taller, zurcía el roto en la entrepierna del pantalón de Martín (5) y contestaba a los hambrientos que ya faltaba poco para comer. Y es que pasadas las doce, un rico olor a carne con tomate invadía ya las dos aulas.

Por eso cuando Silvia y Olga abren por fin las puertas del comedor, este se llena rápidamente. Casi a la misma velocidad que los niños ocupan las mesas y sillas afloran algunas historias personales. Por ejemplo, un chico que había estado muy inquieto toda la mañana se tira debajo de una mesa, patalea y no quiere comer. Otro, de 10 años pero que pesa como uno de 4, dice que siente el estómago cerrado y que no tienen hambre. Padece desnutrición, y por eso los adultos que lo rodean lo persuaden para que acepte otra cucharada de polenta, “solo una más, vamos campeón”, y le prometen que después de tragarla su bracito esquelético se llenará de músculos. Y junto a la cocina, en el extremo de una mesa, una princesita de 5 años se esconde bajo una gorra rosa de corderoy y marea la comida con la cuchara, sin levantar los ojos del plato. No habla, no grita, ni siquiera pide ir al baño. Contesta a las preguntas con inaudibles monosílabos y una mirada casi de melancolía adulta; parece que solo espera que termine la hora de la comida, la mañana, el día.

Sin embargo, de repente queda libre el asiento al lado de Martín, su profesor favorito, y ella se corre hasta ahí. “¿Qué hacés, Araceli?”, dice él mientras le toca con cariño la visera de la gorra. Entonces ella sonríe. Sonríe, y sus enormes ojos vuelven a estar llenos de infancia. Sonríe, pero el plato de polenta quedará en la mesa, apenas sin tocar, pese a que ella había aplaudido como todos cuando Rosario tomó la palabra.

¿Y entonces? ¿Es que actúan por que sí estos chicos? Quién sabe; puede que alguno; sin embargo, para la mayoría caben otras hipótesis. La más cabal es que esta banda de personitas que apenas superan el metro de altura tengan su manera particular de agradecerle a padres y docentes este programón de sábado. A ver: esta es una escuela amplia, luminosa, calentita y limpia, donde los únicos que gritan son ellos, y no los adultos. También, y a diferencia de lo que viven a diario en una villa devastada desde 2001 por el paco y el narcotráfico, acá las peleas se resuelven hablando, no cuchillo en mano o a los tiros. Y por último, niños como Julio Denis (3) viven este espacio como un paraíso donde estar a salvo de las palizas de su padre.

Pero hay algo más, tan fundamental como lo anterior. En esta escuela —una de las 6 adheridas al programa Centros Infantiles del Gobierno de la Ciudad—, podés tener un mal día y que Mariana se te acerque, advierta cómo te angustia no poder dibujar eso que tenés en la cabeza, como le ocurrió a Jean Franco, y que entonces ella te prometa que Eliana, que es profesora de plástica, después de comer te ayudará a descifrar en qué consiste eso (una ola de mar, algo bastante más difícil que todas esas casas, soles y personas que habías pintado hasta ahora). Es decir: a las puertas de Ciudad Oculta, rodeados de tanta violencia que algunos vecinos opinan que esto es zona liberada, un grupo de 30 niños dispone de 5 profesores para ellos solos. La polenta es solo un detalle; importante, pero un detalle. Lo insoslayable es que el combo incluye mucho amor para cocinarla y educación de calidad. Por bajito y mofletudo que uno sea, tanta honestidad amerita cuando menos un aplauso a la hora de la comida.


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En busca de una vida mejor
Fátima Andrea Barri desea una vida mejor que la suya para Rosario (5) y Dylan (3), sus hijos; por eso los lleva a la escuela también los sábados. “A Rosario le gustaría ser maestra jardinera”, explica. Y añade: “Yo también quise ser maestra jardinera; los chicos me encantaban, enseguida me encariñaba con ellos”. Sonríe agridulce, como quien se refiere a un sueño que ya no será posible. “Dylan dice que será cartonero, igual que su padre; le encanta subirse al carro... Pero también dice que va a estudiar en el jardín”. Fátima explica esto último como todo lo anterior: con las dos manos sobre la panza, donde está Bautista Jesús, su tercer hijo, a punto de nacer. Bosteza y comenta que regresa a casa para prepararle la comida a su esposo, que esta mañana se levantó a las 6 para ir a la fábrica y que a la tarde va por los cartones. Ella habla con la misma cara risueña que le dio a su hija, con unos ojos tan vivaces como los que heredó su hijo; eso sí, también habla solo con un año más que ellos dos juntos: 19.


"Está más tranquilo, se divierte"
“Gabriel necesita mucho cariño. Con cariño y con paciencia, todo te va a hacer: hablándole bien, dándole un besito, acariciándolo... Porque él lo pasó muy mal cuando era un bebé”. Cristina Fretes habla con un dulce cantito formoseño y aclara que debe irse enseguida porque entra a trabajar en la Feria de Lugano. Tiene 57 años y, aunque es la abuela de Gabriel Octavio (5), en verdad es su madre: la otra, la biológica, lo abandonó cuando tenía 6 meses y el padre —su hijo— formó otra familia. Gabriel asiste al programa Centros Infantiles desde hace tres años y el balance, según su madre-abuela trabajadora, es este: “Yo lo noto mucho más tranquilo, que se divierte... Después en casa me cuenta todo lo que hizo: las canciones, los juegos de los profesores, todo. Le hace mucho bien”.

Cada sábado, un nuevo comienzo
“Esto empieza cada sábado”, responde Raquel Giménez (66), psicóloga, muralista y coordinadora del programa Centros Infantiles. Contesta refiriéndose a cuándo matricularse en los 6 centros abiertos; sin embargo, estira del hilo y lleva el sentido de la frase más allá. Y lo hace porque consolidar este proyecto como una política pública viable en ámbitos desbordados por los problemas sociales está poniendo a prueba su hipertensión; de ahí que termine sintetizando en esa frase su filosofía de vida y añada: “Como cantaba Serrat, yo siempre creo hoy puede ser el gran día”.

Hoy es 19 de mayo y el gran día sucede en Retiro, donde su equipo abrió un centro en la villa 31. Según le ha contado el coordinador, solo han asistido 15 chicos; sin embargo, Giménez se queda con lo positivo: es el sexto que abren y pelearán para que cuaje. El siguiente paso, dice, está más que claro: “Hay que caminar la villa”.

Eso quiere decir que los docentes irán puerta a puerta a contarle a los padres que este programa ofrece un espacio artístico-expresivo en y para el barrio. Para algunos significará que sus hijos accedan por primera vez a la escuela. Para otros, un lugar donde dejarlos el sábado y salir tranquilos a ganarse unos pesos. Para todos será la oportunidad de disfrutar de una educación personalizada. “Trabajamos con no más de 60 chicos por centro; queremos apostar por la calidad en la docencia, no por la cosa multitudinaria”, cierra Giménez.

6 centros en 6 zonas de riesgo
Estos son los 6 centros abiertos por este programa del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para chicos entre 3 y 6 años. Funcionan los sábados de 10 a 14 h:

• Jardín de Infantes n.º 10, Iriarte 3880 (Barracas), 4912 2862.
• Escuela Infantil n.º 5, Paseo EE.UU. y Antártida Argentina (Retiro), 4313 0103.
• Escuela Infantil n. º5, Founrouge y Unanué (Villa Soldati), 4602 6075.
• Jardín de Infantes n.º 4, Chilavert 2680 (Villa Soldati), 4919 9986.
• Jardín de Infantes n.º 4, Varela 1425 (Bajo Flores), 4633 2011.
• Jardín de Infantes n.º 3, Piedra Buena y Eva Perón (Ciudad Oculta), 4687 0574.

Programa educativo
“El desarrollo de los Clubes de Chicos y los Centros Infantiles marca nuestro objetivo de ofrecer una escuela siempre abierta. Aunque comparte el espacio de la educación formal, los docentes y profesionales responsables del programa ofrecen cada sábado actividades educativas, recreativas y artísticas. Los seis centros infantiles están ubicados en zonas desfavorecidas de la Ciudad, con una propuesta y atención para niños no necesariamente escolarizados”, comentó la ministra de Educación de la
Ciudad Ana María Clement.

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